Había una vez unas letras que, cuando se juntaban, bailaban y reían, jugaban y disfrutaban de lo que son. Se cogían de las manos y echaban a andar. Alguna vez ocurría que, por un despiste, una se tropezaba y caía de bruces. Pero, por suerte, ahí estaban las demás, para levantarla y acompañarla mientras se reponía del golpe. La cuestión, decían, era estar juntas. Y así, a todas partes. A veces, se encontraban con otro grupo de letras que se burlaba de las demás. Aprovechaba cualquier ocasión para ponerle la zancadilla a más de una, para verla caer.
Pero éstas, a pesar de que no les ganaban en número, sabían que eran más fuertes y que lograrían vencer. Lo que las mantenía a salvo era, en realidad, su palabra, a la que ellas mismas daban sentido. El amor es lo que aprendieron de sí mismas y lo que las llevó hacia nuevos horizontes, mientras que el odio, lleno de impotencia, no entendía cómo la suya no le llevó a ninguna parte.